jueves, 29 de mayo de 2014

¿Qué hago en Lyon?

Esto de escribir a edad tardía, como es mi caso, es arrollador y apasionante, sobre todo cuando te das cuenta que el universo es un poco más grande cada vez que enciendes el ordenador y escribes la primera línea. El proceso creativo es apabullante porque crea adicción. Lo dice una que en cuatro años no ha podido dejar de escribir.

El escritor es a la obra literaria lo que Dios a la creación. Que quede claro que no voy a polemizar sobre su existencia, solo trato de equiparar ambos oficios que, en realidad, se resumen en uno: “el de creador” o “creativo”, según las preferencias lingüísticas de cada cual. También es verdad que escribir una novela no consiste solo en escribir, hay que crear una trama y unos personajes que despierten las emociones del lector; da igual que sea el odio, la ternura o la pena.

Si el lector de “Los Últimos Días” comenta que este o aquel personaje es miserable y ruin, sonrío. Si dice que “fulanita” es adorable, vuelvo a sonreír. Significa que logré mi objetivo.

La creación de los personajes es una tarea ingrata al principio —tienden a deshacerse como muñecos de blandiblú— pero ojo con perderlos de vista porque cuando menos lo esperas cogerán las riendas y te llevarán a donde quieran por senderos llanos o caminos tortuosos. ¡Algunos carecen de compasión!

Los personajes de la novela que escribo no son de esos. Quiero resaltar que son entrañables y deliciosos y que están acostumbrados desde pequeños a dirigir sus vidas. Ellos me llevaron a Lyon en semana santa. La fecha del viaje fue la única decisión que me dejaron tomar y eso porque me puse bruta, amenazando con desterrarlos de las páginas de la novela. Lo demás lo organizaron ellos: la visita a Fourvière, a La Croix Rousse, a Les Traboules…

Con eso está dicho todo: parte de la novela se desarrolla allí y ellos, los personajes, quieren asegurarse de que mi retrato de la ciudad de Lugudum —colina de luz para los romanos— es verosímil y preciso.



Por hoy no puedo anticipar nada más, ¡lo siento en el alma!, pero si se enteran de que me he ido de la lengua corro el riesgo de que no me vuelvan a dirigir la palabra o algo peor, ¡quién sabe!

La Fourvière, Lyon

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