Cuando se lo leía a mis alumnos de literatura tenía que hacer un esfuerzo por controlar la emoción que ascendía desde mi estómago hasta el lagrimal inundándolo de gotitas saladas. No sé si alguna vez fueron conscientes de aquel arrebato que yo intentaba disimular, torpemente, restregándome los ojos como si de pronto me hubiera entrado urticaria.
Hacía mucho tiempo que no lo leía y el otro día, ¿por casualidad?, me encontré con él. Es curioso: ¡Lo que son las emociones! Sentí el mismo hormigueo de entonces, la misma inquietud... Pero como no tenía espectadores ni espectáculo que ofrecer, me dejé arrastrar por el sentimiento y dejé que las lágrimas saliesen sin restricciones.
Hoy deseo compartirlo con vosotros.
Ven, amor mío, ven, en esta noche
sola y triste de Italia. Son tus hombros
fuertes y bellos los que necesito.
Son tus preciosos brazos, la largura
maciza de tus muslos y ese arranque
de pierna, esa compacta
línea que te rodea y te suspende,
dichoso mar, abierta playa mía.
¿Cómo decirte, amor, en esta noche
solitaria de Génova, escuchando
el corazón azul del oleaje,
que eres tú la que vienes por la espuma?
Bésame, amor, en esta noche triste.
Te diré las palabras que mis labios,
de tanto amor, mi amor, no se atrevieron.
Amor mío, amor mío, es tu cabeza
de oro tendido junto a mí, su ardiente
bosque largo de otoño quien me escucha.
Óyeme, que te llamo. Vida mía,
sí, vida mía, vida mía sola.
¿De quién más, de quién más si solamente
puedo ser yo quien cante a tus oídos:
vida, vida, mi vida, vida mía?
¿Qué soy sin ti, mi amor? Dime qué fuera
sin ese fuerte y dulce muro blando
que me da luz cuando me da la sombra,
sueño, cuando se escapa de mis ojos.
Yo no puedo dormir. ¡Cuántas auroras,
oscuras, braceando en las tinieblas,
sin encontrarte, amor! ¡Cuántos amargos
golpes de sal, sin ti, contra mi boca!
¿Dónde estás? ¿Dónde estás? Dime, amor mío.
¿Me escuchas? ¿No me sientes
llegar como una lágrima llamándote,
por encima del mar, en esta noche?
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