Lo conocí el año pasado en Lisboa. Era una mañana de finales de octubre de esas que, cuando una está sola, puede decidir libremente no levantarse de la cama, total ¿para qué? ¡Si en vertical o en horizontal seguirá estando sola!
Aquel día me levanté porque deseaba llegar cuanto antes a casa de mi amiga Ronda, que llevaba tres años en Portugal por la profesión del marido.
—Me muero por ir a haceros una visita —le dije cuando me propuso una semana en su casa.
Luego medité mi decisión y la telefoneé diciéndole que iría a un hotel “por esto y por aquello y por esto otro y… Y porque de tanta soledad me he vuelto maniática perdida”.
Ronda aceptó, ¡no le quedó más remedio!
Mi maldita claustrofobia me impidió entrar en el ascensor así que me tomé un tiempo para subir los seis pisos —único y verdadero motivo de mi decisión de no alojarme en su casa— parándome en los descansillos para estirar mi vestido nuevo. En el último me detuve algo más para pintarme los labios y retocar el colorete, ¡menos mal!
Cuando se abrió la puerta me quedé hipnotizada y él también. Ni siquiera me fijé en la enorme barriguita de mi amiga ni en su corte de pelo.
Fue eso, ¡amor a primera vista!